Comer comida vencida, o la ruleta rusa de la alimentación

Comer comida vencida, o la ruleta rusa de la alimentación

Recuerdo cuando llegué por primera vez al departamento donde vivo, en 2003. Antes de mí vivieron algunos tíos, y de vez en cuando se quedan a alojar parientes. Ese año, junto a unos condimentos viejísimos, encontré una caja de café capuccino de esas top-top-top. Muy feliz, saqué un sobre y lo preparé. El sabor era raro, no parecía ni siquiera café.

Recién ahí se me ocurrió mirar la fecha de vencimiento: un mes de 1999. Conclusión: le di el bajo a la mayoría de los sobres y los últimos los boté. No sufrí mayores percances de salud, salvo un inusual gusto por el gore.

Durante años me sentí muy bacán y orgullosa de mi estómago y mi osadía (estupidez para otros/as), hasta que hoy leí en algunas noticias que, al menos en España y Grecia, estaban dándole vueltas a la idea de vender alimentos caducados a menor precio desde el año pasado. De hecho, en Grecia se destinaría un lugar específico en supermercados y negocios minoristas para que se comercialicen estos alimentos -excepto carnes y lácteos- con un precio hasta 70% más bajo y letreros que especifiquen su condición: ¡Compre comida mala antes que tengamos que botarla a la basura!

Por otra parte, el ministro de Agricultura español lanzó en abril de este año una nueva medida respecto a los yogures: en vez de tener fecha de caducidad, ahora tendrán una fecha de consumo preferente, que será establecida por los fabricantes. La diferencia entre ambas es simple: la primera señala la fecha límite en que puede comercializarse, ya que después de ella no es apta para ser consumida debido a riesgos microbiológicos, mientras que la segunda se refiere al periodo en que el alimento mantiene sus condiciones organolépticas inalteradas, siempre y cuando se mantengan almacenadas de acuerdo a lo exigido por el fabricante. Cuando se pasa ese periodo, el alimento puede cambiar su textura, sabor u olor, pero igual es comestible.

La fecha de vencimiento es la línea que separa a un alimento inocuo y sano de uno que avanza a la putrefacción inminente, aunque apenas se le noten cambios. En África o China estos problemas no existen: todo es comida, hasta los envases.

El motivo para hacer este cambio es una campaña para evitar la pérdida de alimentos en buen estado, ya que España es uno de los países que más alimentos desecha (incluso en medio de una crisis donde uno pensaría que no tienen qué comer, mucho menos para andar tirando a la basura). Pero no deja de ser inquietante que un producto lácteo como el yogur tenga primero una fecha de caducidad, cuyo consumo posterior representa un riesgo para la salud, y luego cambie a una fecha de consumo preferente, en que sólo se alterarían las características del producto.

Lo siento por los españoles y los griegos. Al menos en mi caso, arriesgarme a comer algo vencido es una decisión totalmente voluntaria, pero jamás me atrevería a comer un yogur en ese estado, y menos sin saber con exactitud cuándo vence. O a comprar alimentos pasados sólo porque no tengo plata para comprar unos que tienen buenas condiciones garantizadas.

Uno cree que es muy fácil zamparse la comida dentro de los plazos establecidos, pero no cuenta con los parientes que compran más de lo que consumen y luego dejan lo que sobra “para que el refrigerador esté más lleno”. Pasa mucho con el pan, la margarina y los acompañamientos. ¡Todo el mundo come pan, excepto yo! ¿Y quién debe terminarlo antes de que le salgan hongos? Yo, por supuesto.

Pero no hay para qué comer algo vencido…

Es que no hay nada más triste que botar un alimento. Bueno, quizás ese capítulo de futurama donde el perrito de Frey lo espera durante años sea más triste, pero se entiende la idea. A veces da lo mismo, como la vez en que olvidé un poco de salsa de tomate dentro de un tupper. Era tan asquerosa la capa de moho que tuve que tirarla con envase y todo. Sin embargo, la mayoría de las veces es como el soldado caído en batalla que no alcanzó a disparar ni un tiro.

Desearía poder comer todo, pero suele haber cosas que no me gustan, que no sé preparar -ni me interesa aprender-, que tardan un buen rato en estar listas, etc. Por eso, lo mejor es la comida preparada y congelada o las conservas: duran un montón, son fáciles de hacer y pueden garantizar su calidad, siempre y cuando se cumplan las condiciones. O los productos como las legumbres, el arroz y los tallarines. Y hablar con la familia, claro, para que cambien el pan por las galletas, dulces y cerveza.